E irá
delante de él con el espíritu y el poder de Elías, para hacer volver los
corazones de los padres a los hijos y de los rebeldes a la prudencia de los
justos, para preparar al Señor un pueblo bien dispuesto.
Lucas 1:17.
Esta profecía citada por el evangelista Lucas, está
registrada en el libro de Malaquías, y dirigida a los hombres del tiempo final;
para aquellos que vivirían en una época previa al gran día del Señor, es decir,
muy probablemente, para nosotros.
Dice el profeta que se necesita el espíritu y el poder de
Elías, o sea, la unción del hombre más poderoso del antiguo testamento, con la
finalidad de realizar un solo y gigantesco milagro, un prodigio sin igual que
es: ¡volver el corazón de un padre hacia su hijo! Malaquías no estaba hablando de hacer caer fuego del cielo, de destruir a
trescientos profetas de Baal, de resucitar una niña o de traer lluvia en medio
de la sequía; ¡no! Él estaba esperando
un milagro aún más grande que esos, un prodigio que requería toda aquella
unción y poder; Él estaba hablando de hacer volver el corazón de un hijo hacia
su padre y de un padre hacia su hijo, nada más y nada menos.
Ese es el poder y la unción necesaria para lograr que un
predicador, un pastor o un evangelista, de este tiempo, dejen por un momento el
ministerio, y se sienten a conversar con sus hijos. Se necesita toda aquella
gloria para que estos siervos del Señor por un momento paren su oración por las
“almas perdidas” y tengan misericordia de su propia descendencia.
Los últimos 20 años he estado al lado de hombres
consagrados, predicadores y maestros, gente de Dios para quienes la Obra del
Señor era lo más importante, algunos de los cuales, a la mitad de su vida
tuvieron que dejar el ministerio para dedicarse a rehabilitar a sus hijos,
trabajando arduamente para pagar las terapias con el anhelo de sacarlos del
alcoholismo o la drogadicción. He visto
madres que servían en sus iglesias junto a sus esposos con toda pasión y
denuedo, pero que ahora están solas, sin esposo, con dos o tres hijos alejados
del Señor; sin alguien que les aprecie, sin nadie que les sustente, sumidas en
la depresión. He visto el drama de los
hombres y mujeres de Dios que no supieron formar a sus hijos y cuando se dieron
cuenta que les faltaban las fuerzas porque estaban ya envejeciendo, regresaron
a ver a su familia y se encontraron con jóvenes raros, traumados, que crecieron
con dogmas y sin explicaciones, con restricciones y sin consideraciones, para
quienes una de las cosas más tristes de su vida fue haber sido hijos de un
pastor. No encontraron a su familia
sino a los escombros de ella; nadie quien les diga: gracias papá, gracias mamá;
nadie quien les diga: lo hicieron bien.
Esos jóvenes, hijos de siervos de Dios, muchas veces son voces silenciosas a quienes nadie
quiere oír, porque se supone que teniendo los padres que tienen, deben estar
bien, sin grandes problemas ni terribles tentaciones. Antes de continuar me permito aquí
transcribir parte de una carta escrita por la hija de un pastor:
…Acabo
de cumplir los dieciocho años de edad y soy la segunda hija de un pastor
protestante, un hombre bueno, totalmente convencido del ministerio al cual el
Señor le había llamado. Nunca supe por
qué mis padres no estuvieron cerca de mí, el día en que, a mis cinco años fui
ultrajada en mi propia casa por un primo que en aquel tiempo tenía doce. Empecé
a deprimirme, me volví una niña introvertida, solitaria y agresiva que no podía
relacionarse con los demás. Conforme crecía mis trastornos psicológicos crecían
también; a los diez años le temía a la noche porque veía sombras, escuchaba
voces, tenía pesadillas. Las
enfermedades me atacaban y siempre adolecía de algo; mi cuerpo era frágil y mis
defensas bajas. Ningún médico pudo
diagnosticar mis enfermedades y mucho menos encontrar la medicina que
necesitaba.
A
partir de los trece años empecé a desarrollar un odio enfermizo por los
hombres; odiaba a aquel primo que me había hecho daño, odiaba a los amigos de
mi padre, a los profesores de mi colegio y para agravar todo lo que me ocurría,
empecé a odiar a Dios. Yo decía que Él
tenía la culpa de todo lo que me estaba pasando.
En mi
rebeldía empecé a competir con aquellos hombres a quienes odiaba y me convertí
en uno de ellos; hablaba palabras soeces, me vestía como varón, juagaba futbol
y peleaba. Un día me fijé en una chica
que me pareció atractiva y empecé una estrecha amistad con ella, pero esto me
llevó a conocer a su dios y a participar de su fe; ella pertenecía a un grupo
satánico y me enseñó a interactuar con los espíritus inmundos.
Mientras
mi relación con el satanismo crecía yo me iba sumiendo en más vicios. Me volví adicta a la pornografía y al
alcohol. Por ese tiempo los demonios
empezaron a manifestarse físicamente ante mí hasta que, literalmente llegaron a
violarme en un acto tan denigrante que yo anhelaba morirme. Esto empezó a repetirse y en lugar de
defenderme me quedaba inmóvil y no hacía nada, ni siquiera les avisé a mis
padres porque me daba vergüenza de mi misma y me sentía culpable. A veces intentaba contarle a alguien lo que
me pasaba pero la culpabilidad me dominaba y enmudecía. Pasaban los meses y las visitas de los demonios se hacían cada vez
más frecuentes; me ultrajaban de una manera tan real como si hubiera habido una
persona allí; me herían y me insultaban pero me era imposible reaccionar. La
tristeza invadía mi vida, y mis depresiones se volvieron crónicas; mis padres,
profesores y amigos atribuían mi conducta a los conflictos de la edad.
Una
madrugada, antes de que los espíritus vengan a hacerme daño, recordé que mis
padres muchas veces hablaban de que ante los ataques de las tinieblas debemos
clamar a Dios en el nombre de Jesús.
Aunque odiaba a Dios y no le tenía confianza, esa madrugada empecé a
clamarle y a llorar, mientras mi corazón se derramaba delante de él, confesaba
mis pecados y pedía perdón y misericordia y entonces ¡Él me respondió! No
escuché una voz del cielo ni tuve ninguna manifestación sobrenatural, solamente
supe que Él escuchó mi clamor y me respondió.
Desde esa misma noche ya pude dormir tranquila.
Fue en
ese mes cuando mis padres decidieron ir a una ciudad llamada Reno, en el estado
de Nevada, para apoyar allí a los pastores de una nueva obra que se había
levantado. En esa ciudad me entregué
por completo a Jesús y los cambios empezaron.
Iba todos los días al templo, oraba y estudiaba la Palabra de Dios
porque yo quería ayudar a aquellas personas que como yo, estaban oprimidas por
los demonios. Buscaba al Espíritu Santo
con desesperación hasta que lo encontré; fui bautizada en el Espíritu Santo y
completamente liberada por el poder de Dios.
Quién más que yo, que soy pastor y padre de hijos jóvenes
involucrados en el ministerio, quisiera hablar de la victoria de los hijos de
un pastor. Quién más que yo, que tengo
la bendición de contar con toda mi familia sirviendo al Señor sin que haya
tenido que obligarlos nunca para que lo hagan, quisiera exaltar las bendiciones
que tienen los hijos nacidos en los hogares de los siervos de Dios. No obstante, en este momento me urge
referirme a lo que he visto los últimos
años en las familias de muchos compañeros en la obra, entre los ministros del
Señor.
Hace pocos años la regla era que los siervos de Dios tenían
hijos que también servían a su Dios, con una que otra excepción, pero ahora con
el pasar de los años y mientras más se aproxima la venida del Señor, esas excepciones se van transformando en
reglas, hasta el punto en que hoy, nos parece raro que un hijo de pastor,
pastoree, o que un hijo de predicador, predique. Ya no es la regla: Mi casa y Yo serviremos a
Yahweh, por el contrario, parece que la “casa” de muchos siervos de Dios
estuviera empeñada en que ellos dejen de servirle.
¿Sabían ustedes que Friedrich
Nietzsche el padre de la filosofía actual, ateo, anticristiano y
profano, fue hijo de un pastor protestante?
Uno de sus famosos dichos era: “la única diferencia entre Dios y Yo, es
que Yo existo”. Este aclamado filósofo, hijo de un predicador, pasó largos años
de su vida en instituciones donde se tratan enfermedades nerviosas y en
manicomios.
¿Sabían ustedes que Jean Jacques Rousseau, Immanuel Kant,
Gotthold Lessing, Friedrich Hegel y Friedrich Schelling, siendo hijos de
pastores protestantes fueron los precursores de las corrientes filosóficas anti
cristianas que dieron lugar a sangrientas revoluciones así como al humanismo
secular ateo que hoy impera en la educación elemental, básica, media y superior
de todo el mundo?
¿Sabían ustedes que Alister Crawley, el más célebre mago
negro y satanista de Inglaterra perteneció a una familia protestante Cristiana?
¿Sabían ustedes que Anton
Szandor Lavey, el escritor de la biblia satánica y fundador de la
iglesia de Satanás de los Estados Unidos, fue hijo de un pastor protestante?
¿Sabían ustedes que Vincent Van Gogh, el más genial de los
pintores de finales de siglo, fue hijo de un pastor cristiano? El gran artista, tan aclamado de todos y cuya
fama sobrepasa dos siglos, fue un esquizofrénico que tuvo una vida sumida en la
angustia y desesperación; en su edad viril, sintiéndose fracasado, abandonado y
enfermo se suicidó, disparándose un tiro en el estómago; mientras se desangraba
prendió un cigarrillo hasta que se lo llevó la muerte; en vida solo consiguió
vender dos cuadros.
Y qué decir de los hijos del sacerdote Elí, los hijos del
rey David, los hijos de Salomón, los hijos de Samuel, los hijos de Josafat, los
hijos de Josías, los hijos de Aarón, los hijos de Josué; todos ellos
fracasaron, todos se alejaron de los caminos de sus padres, ninguno se mantuvo
en el ministerio.
Los temas que abordo en las próximas páginas, tiene que ver
con nuestros hijos; los hijos de los pastores, evangelistas, maestros y de
todos quienes servimos Jesús.
Hermano Pastor: Estos temas son más importantes que su
último plan de evangelismo, más importantes que sus estudios teológicos y ciertamente,
más importantes que su congregación local.
En este último tiempo el Señor ha planeado venir con el espíritu y poder
de Elías para hacer volver su corazón hacia su hijo, y el de su hijo hacia
usted ¿Sabe para qué? Para preparar así un pueblo bien dispuesto
para su venida. Por ningún motivo se
deje engañar con la idea de que usted se
va a ocupar de la obra de Dios, descuidando su hogar y mucho menos pensando que
Dios va a hacerse responsable de aquel descuido. El Señor ha establecido un orden: quien no sabe gobernar su casa tampoco puede
cuidar la iglesia de Dios. (1°
Timoteo 3:5) Así que, primero gobierne
su casa y luego cuide la iglesia de Dios.
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